Llegamos hasta aquí caminando juntos, la novena que hemos realizado ha significado un momento de intensa preparación para celebrar este nuevo Pentecostés, en la espera del Espíritu. Para ello, hemos profundizado en la oración como invocación al Espíritu, para que venga a nosotros, para que venga a esta, nuestra Iglesia de Morón; y escuchar juntos lo que nos dice hoy, y, asumir así, un nuevo momento evangelizador marcado por la esperanza y la solidaridad. Tenemos, entonces, la escucha y el compartir, especialmente en una circunstancia tan difícil y desafiante como la que estamos viviendo. Y una nueva salida misionera. ¡Esto es Pentecostés!
Tomamos algunas ideas extraídas de una meditación del padre Gera en el primer sínodo de Quilmes, en los años 80: “Un sínodo en una diócesis es la actualización, en pequeño, de pentecostés. Para que haya sínodo se necesitan tres cosas: la venida del Espíritu Santo, la Asamblea, es decir, nuestra reunión uniendo corazones y fuerzas, y una nueva salida evangelizadora, misionera”. Ahora bien, podríamos preguntarnos, en estos momentos en los que estamos de alguna manera más aislados que nunca entre nosotros, ¿cómo es posible la asamblea? Nosotros somos pequeños, débiles y frágiles, por eso invocamos al Espíritu Santo que viene a nosotros. Él es el que nos reúne, el que construye esta unidad, esta comunión, que es la Iglesia. No es por nuestras fuerzas que vamos a sacar adelante el sínodo. Necesitamos el Espíritu Santo, con o sin cuarentena.
Estamos juntos, caminando juntos… y nos detenemos en esta asamblea para invocar al Espíritu Santo, para pedirle que nos asista, para pedirle que sepamos descubrir su presencia; para que nos saque de la tristeza, del desaliento, y del llanto. Nos vienen bien aquellos versos del padre Meana, en la canción “Si Tú no vienes”: “Si Tú no vienes, olvidaremos la esperanza que llevamos. Sucumbiremos al desánimo y al llanto… Si Tú no vienes, nuestra mirada será ciega ante tus rastros. Y la poca fe dominará lo cotidiano”. Pero si vienes, si le hacemos espacio al Espíritu y nos abrimos a Él, sin pretender manejarlo; si Él sopla sobre nosotros en esta asamblea, “se irá tejiendo”, como dice Eduardo Meana, “la historia cierta del nuevo Reino”, concretamente aquí, en esta Iglesia de Morón, Hurlingham e Ituzaingó.
Estamos juntos. Hay alguien que nos acompaña siempre, y que en estos momentos, más que nunca, está junto a nosotros: María está al lado nuestro. Nosotros la llamamos la Señora del Buen Viaje, la Señora del Camino, podríamos decir la Señora del Caminar Juntos. Así sucedió en el principio, en el comienzo de la Iglesia, en el primer Pentecostés, según nos narra el libro de los Hechos, luego de la Ascensión: “Los Apóstoles llegaron a la ciudad y subieron a la sala donde solían reunirse. Eran Pedro, Juan, Santiago… Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración en compañía de algunas mujeres y de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch 1, 12-14).
Nos ubicamos entonces en el cenáculo, cuyas paredes no vemos porque se trata ante todo de una experiencia espiritual, del Espíritu que puede atravesar paredes y unirnos desde el corazón. Por eso es posible, a través de las redes, entrar en comunión, animados por el Espíritu. El Cenáculo es el lugar de la escucha, es el lugar de la oración, es el lugar de la apertura total de los corazones para que el espíritu pueda obrar. Le pedimos a María, que es Maestra en las cosas del Espíritu, que nos enseñe el camino que debemos recorrer en nuestro interior, para abrirnos y hacernos dóciles al Espíritu Santo, hoy.
¿Y cómo llegamos aquí, hoy? Llegamos hasta aquí desde una experiencia particular, desde cada espacio particular, habiéndonos ya planteado algunas cosas, como por ejemplo, a qué nos invita hoy el Espíritu Santo, en esta situación única que no tiene antecedentes. Pero en la cual, Dios sigue actuando. Y cómo nos imaginamos que debería ser nuestra respuesta evangelizadora marcada por la esperanza y la solidaridad en este nuevo tiempo sinodal que comienza con la celebración de Pentecostés.
El Espíritu Santo es el gran Don que Jesús resucitado hace a su Iglesia, es el fruto maduro de la Pascua, que se manifiesta especialmente en el amor y la alegría. Es Jesús el que nos promete el Espíritu, para que nos acompañe y consuele, para que nos sostenga y defienda.
Acabamos de escuchar en el Evangelio, a Jesús, puesto de pie, que nos hace esta invitación: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en Mí, como dice la Escritura: de sus entrañas brotarán manantiales de agua viva…”. Jesús aquí se está refiriendo al Espíritu que se promete a todos los que creen en Él.
Ya Joel, tal como escuchamos en la primera lectura, había profetizado que el Espíritu se derramaría sobre todos los hombres: “Sus hijos y sus hijas profetizarán, sus ancianos tendrán sueños proféticos, y sus jóvenes verán visiones…” (Jo 1,5). Hoy, ese Espíritu se derrama sobre nosotros para que seamos profetas que proclaman con entusiasmo y llenos de alegría… la esperanza. Y es el Espíritu Santo el que anima nuestra esperanza, el que nos la hace gustar. Y el que nos trae siempre a la memoria esa esperanza que llevamos dentro. Todos profetas que proclaman y anuncian la esperanza. Y la esperanza tiene que ver con la sed del corazón, con los deseos más hondos de nuestro corazón, especialmente del deseo de Dios.
El grito de Jesús ha de ser nuestro grito, hoy. Jesús no estaba enseñando como un maestro, sino que, se puso de pie, y proclamó como un heraldo: “Si alguien tiene sed, venga a Mí y beba”. En Jesús se nos dan todas las bendiciones, se nos abre el camino de la vida plena de sentido, y se sacia nuestra sed más honda. Pero también la esperanza hace que se realicen nuestros sueños, que a veces se nos presentan imposibles. Como dice el Papa Francisco: La esperanza sorprende y abre horizontes, nos hace soñar lo inimaginable y lo realiza.
Entonces lo primero, tal vez, sea reconocer nuestra sed. El hombre es búsqueda de vida y de felicidad, movido por el deseo. El hombre es sed de Dios. El hombre es ansia de Dios. Ya San Juan de la Cruz decía: “Sólo Dios es digno del hombre” (Cf. Dichos 35). Y nosotros, que saciamos nuestra sed en Jesús, nos convertimos en el manantial del que brota el agua viva. O sea, el agua que corre y vivifica, no agua estancada.
El Espíritu Santo viene hoy sobre nosotros para que seamos manantial de agua viva para los demás.
Sabemos que el camino de la esperanza no es fácil, porque debe atravesar la crisis del desaliento. Muchas veces, mantener viva la esperanza, supone adentrarse en la oscuridad de un futuro incierto, para caminar en la luz. Pero la esperanza vence al miedo, porque la esperanza es audacia del Espíritu que derrota, en definitiva, a la desesperación, que es el pecado contra el Espíritu Santo. Pero también derrota a la presunción de creernos más de lo que somos, la presunción de una sociedad, de una cultura, que no necesita de Dios. Una cultura que se cierra sobre sí misma.
Somos profetas de esperanza, no de calamidades. Somos constructores de paz. Somos convocados a generar una gran corriente de solidaridad y fraternidad entre los hombres.
El Espíritu Santo viene hoy a nosotros para hacernos testigos de la Pascua, testigos del resucitado, pero no basta con saber que Jesús resucitó. Hace falta la experiencia viva de Cristo resucitado, que nos regala el Espíritu: la de vivir como resucitados, cuando anticipamos con nuestra vida el mundo nuevo.
El Espíritu nos saca de la condición de huérfanos y nos convierte en hijos amados del Padre, y, desde ahí, abre el camino de la fraternidad que saca al hombre del aislamiento.
Por último, como la escucha del Espíritu supone el discernimiento, recordemos que el Espíritu se lo percibe a través de sus efectos: amor, alegría, paz, suavidad, humildad, mansedumbre.
Con María y como María, con el corazón abierto de par en par, en una total disponibilidad, le decimos al Señor: ¡Hágase en nosotros, tu voluntad! ¡Qué venga tu Reino! ¡Danos tu Espíritu para que esto sea posible!
P. Jorge Vázquez
Obispo de Morón