Querido pueblo de Dios, pueblo de profetas y sacerdotes, pueblo que peregrina y camina en medio de las vicisitudes de este tiempo en el contexto de la pandemia que nos afecta a todos. Pueblo, Asamblea Santa, Iglesia de Morón, Hurlingham e Ituzaingó. Iglesia que es reunión y sínodo por que caminamos juntos recorriendo los caminos de los hombres y mujeres de esta tierra de Morön, asumiendo en la escucha lo que el Espíritu nos dice a través de los signos de este tiempo. Iglesia doméstica, de las casas de familia, donde rezamos y vivimos. Nuestras casas convertidas en templo y altar,
Muy queridos laicos, agentes de pastoral, consagrados y consagradas. Miembros de los movimientos e instituciones, queridas comunidades educativas, queridos docentes, alumnos, directivos, personal de maestranza. Queridos jóvenes, queridos abuelos y adultos mayores. Querida Cáritas diocesana, que se puso al hombro la situación alimentaria y social, junto con la fundación casa de Jesús, los comedores de nuestras parroquias y capillas, y las ollas populares recientemente organizadas. Querido Seminario San José (seminaristas, formadores ) Queridos diáconos permanentes y sus familias. Por último muy queridos hermanos sacerdotes. A ustedes de manera particular dirijo estas palabras en la celebración de esta Misa Crismal de 2020, en circunstancias inéditas que nos impiden concelebrar de manera presencial con todo el presbiterio, debido a la Pandemia del corona virus.
En estos momentos nos sentimos frágiles, angustiados, y nos cuesta vislumbrar el futuro. Un gran dolor se expande por la humanidad, las cifras que aparecen constantemente no son números, nos remiten a rostros, a historias, a vivencias, a los barrios humildes, a los ancianos y adultos mayores (los más vulnerables), muchos mueren solos, casi en el abandono; tantas familias que no pueden velar a sus seres queridos, que no se pueden despedir. Es un contexto de Cruz, de Viernes santo en el que experimentamos con el crucificado el aparente abandono de Dios “Padre porqué me has abandonado” (Mc. 15, 34). Es el momento en el que se ha desatado sobre la humanidad una tormenta imprevista que amenaza con hundirnos, estamos todos en la misma barca (como decía el Papa Francisco). Y nosotros hoy, como fraternidad sacerdotal, nos reunimos para renovar el compromiso que asumimos con alegría el día de nuestra ordenación. El hoy de nuestras promesas está marcado por esta circunstancia concreta, en la que experimentamos y “sentimos que el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de este tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en nuestro corazón (Gaudium Spes, 1)
Por eso ahora al renovar nuestras promesas sacerdotales no podemos ignorar este momento difícil, y a la vez desafiante que estamos atravesando, este momento de Cruz. Yo quisiera que nos hagamos ante todo una pregunta, ¿somos capaces de tomar este cáliz del dolor humano y beberlo hasta el fondo?. ¿Somos capaces de llorar con los que están llorando, de asumir esta re alidad y de compartir las consecuencias de esta pandemia?.
Ser cura es ofrecer como María, al pie de la Cruz toda nuestra vida. Ser cura es ser siervo de todo hombre, siervo por amor, sacerdote de la humanidad como dice la canción.
Eso es lo que somos, siervos, servidores, expertos en humanidad, esta es nuestra especialidad y aquí estamos con María junto a la Cruz de Cristo, junto a la Cruz de los sufrientes y queremos prolongar con El esa entrega de amor. Porque el sacerdote, queridos hermanos míos, es misterio de amor. En el sacerdote se visibiliza, de alguna manera, el eterno ofrecimiento de amor que Dios les hace a toda la humanidad a través de la vida misma, de los signos, de los gestos, de las palabras, de la entrega del sacerdote.
La existencia del sacerdote es misterio de amor porque revela el gran misterio de Dios que es amor (cf 1 Juan, 4) por eso hermanos hoy queremos renovar este llamado a identificarnos con el Hijo amado que se entrega y da la vida por todos, hoy queremos asumir la Cruz por amor como lo hacemos en cada eucaristía que celebramos.
Invoquemos al Espíritu Santo que nos ha consagrado para ser la revelación de un amor que llega al extremo de entregar la propia vida por los demás. Por eso nuestra vida sacerdotal debiera expresar cada día al Dios amor y esto es lo que la gente consciente o inconscientemente busca en nosotros, busca el misterio, por supuesto no a hombres misteriosos e inaccesibles sino, el misterio que es la transparencia de Dios en nuestra vida. Dicho de otra forma, buscan al hombre de Dios porque tienen hambre de Dios, sobre todo en momentos como estos de intenso dolor en que todo parece oscurecerse y carecer de sentido. Pero tengamos en cuenta que lo que nos hace verdaderamente sabios y expertos en humanidad es el dolor, ya que posibilita nuestra capacidad de comprensión y de compasión desde las entrañas de la misericordia.
Nuestra identidad de sacerdotes no viene por nuestra personalidad, sino por una persona, Jesucristo, por una identificación total y absoluta con El, que nos hace exclamar con Pablo “Ya no vivo yo sino es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20a)
Muy queridos hermanos no olvidemos que hemos celebrado recientemente la Pascua y la Resurrección, no es un recuerdo es un acontecimiento que trasciende la historia y es capaz de transformar este presente.
“Como comunidad presbiteral estamos llamados a anunciar y profetizar el futuro como centinela que trae un nuevo día” (Is. 21, 11); o será algo nuevo o será más, mucho más de lo mismo” Francisco, carta a los sacerdotes de Roma).
La realidad de la Pascua, la realidad del Resucitado nos abre al tiempo nuevo que resuena e irrumpe hoy: “ya está germinando, ¿no se dan cuenta?” (Is. 43, 19). “Si una presencia invisible, silenciosa, expansiva y viral nos cuestionó y trastornó, dejemos que sea esa otra Presencia discreta, respetuosa y no invasiva la que nos vuelva a llamar y nos enseñe a no tener miedo de enfrentar la realidad” (Carta a los sacerdotes de Roma). ¿De qué presencia se trata? Es la presencia del Espíritu que se ha derramado sobre nosotros en este Pentecostés, presencia que renueva, presencia que transforma, presencia que recrea, presencia que anima, presencia que nos regala la experiencia de Cristo resucitado y que nos hace vivir como resucitados. Qué el Espíritu Santo, el que consuela y acompaña, nos enseñe y nos ayude a acompañar, a cuidar y vendar las heridas de nuestra gente. Dejemos que El nos conduzca como maestro y vaya escribiendo en nuestra carne cada Palabra del evangelio, que abra nuestros ojos para descubrir los rastros del resucitado en nuestra vida, que sacuda como un viento nuestras casas, nuestras comunidades, nuestras familias, que nos quite el miedo y que como un artista plasme en nuestro barro un rostro nuevo de hijos y hermanos.
Queridos hermanos curas hoy más que nunca debemos ser hombres de esperanza, hombres que custodien la fe y la esperanza de nuestro pueblo: que nuestras palabras engendren la esperanza, que nuestros gestos sean testimonio de esperanza, especialmente esas manos que bendicen, porque el misterio del sacerdote son las manos consagradas que acarician, que bendicen, que sanan.
Somos los heraldos de la Pascua, salgamos al cruce de los caminos como dice Francisco para compartir “la buena noticia a los pobres, para anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (cf. Lc.4, 18-19).
Queridos hermanos sacerdotes: ¡Que María, la Virgen del Buen Viaje, la Señora del camino, y de los caminantes, implore para nosotros una nueva efusión del Espíritu, que convierta nuestra existencia sacerdotal en testimonio viviente del Crucificado – Resucitado: siervos del amor, en la entrega de la propia vida, como sacerdotes de la humanidad.
P. Jorge Vázquez
Obispo de Morón